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SACRAMENTOS
El Padre manifestó su misericordia reconciliando consigo por Cristo a todos los seres, los del cielo y los de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz (cf. 2 Cor 5,18s; Col 1,20). El Hijo de Dios, hecho hombre, convivió entre los hombres para liberarlos de la esclavitud del pecado (cf. Jn 8,34-36) y llamarlos desde las tinieblas a su luz admirable (cf. 1 Pe 2,9). Por ello inició su misión en la tierra predicando penitencia y diciendo: "Convertíos y creed la Buena Noticia" (Mc 1,15).
Esta llamada a la penitencia, que ya resonaba insistentemente en la predicación de los profetas, fue la que preparó el corazón de los hombres al advenimiento del Reino de Dios por la Palabra de Juan el Bautista que vino "a predicar que se convirtieran y se bautizaran para que se les perdonasen los pecados" (Mc 1,4).
Jesús, por su parte, no sólo exhortó a los hombres a la penitencia, para que abandonando la vida de pecado se convirtieran de todo corazón a Dios (cf. Lc 15), sino que acogió a los pecadores para reconciliarlos con el Padre (cf. Lc 5,20.27-32; 7,48). Además, como signo de que tenía poder de perdonar los pecados, curó a los enfermos de sus dolencias (cf. Mt 9,2-8). Finalmente, él mismo "fue entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación" (Rm 4,25). Por eso, en la misma noche en que iba a ser entregado, al iniciar su pasión salvadora, instituyó el sacrificio de la Nueva Alianza en su sangre derramada para el perdón de los pecados (cf. Mt 26,28) y, después de su resurrección, envió el Espíritu Santo a los apóstoles para que tuvieran la potestad de perdonar o retener los pecados (cf. Jn 20,19-23) y recibieran la misión de predicar en su nombre la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos (cf. Lc 24,47).
«Desde entonces la Iglesia nunca ha dejado ni de exhortar a los hombres a la conversión, para que abandonando el pecado se conviertan a Dios, ni de significar, por medio de la celebración de la penitencia, la victoria de Cristo sobre el pecado» (Praenotanta a la edición típica del Ritual Romano, I,1).
La celebración del sacramento que nos reconcilia con Dios y con los hermanos manifiesta la voluntad salvífica de Dios en Jesucristo, que anhela nuestra felicidad, orientando la vida de los hombres por las sendas del bien. Porque el pecado, que es ofensa a Dios y a los hombres, es también una autoagresión, al apartar nuestra vida de la senda que nos lleva a la salvación por la comunión con Dios y con los hermanos.
El sacramento y sus partes
El discípulo de Cristo que, después del pecado, movido por el Espíritu Santo, acude al sacramento de la Penitencia, ante todo debe convertirse de todo corazón a Dios. Esta íntima conversión del corazón, que incluye la contrición del pecado y el propósito de una vida nueva, se expresa por la confesión hecha a la Iglesia, por la adecuada satisfacción y por el cambio de vida. Dios concede la remisión de los pecados por medio de la Iglesia, a través del ministerio de los sacerdotes (ibíd., II,6).
Contrición
Entre los actos del penitente ocupa el primer lugar la contrición, "que es un dolor del alma y detestación del pecado cometido con propósito de no pecar en adelante" (cf. Concilio de Trento, De sacramento Paenitentiae, cap. 4)... De esta contrición de corazón depende la verdad de la penitencia. Así pues, la conversión debe penetrar en lo más íntimo del hombre para que le ilumina cada día más plenamente y lo vaya conformando cada vez más a Cristo (Praenotanda, II,6a).
Confesión
La confesión de las culpas, que nace del verdadero conocimiento de sí mismo ante Dios y de la contrición de los propios pecados, es parte del sacramento de la Penitencia. Este examen interior del propio corazón y la acusación externa debe hacerse a la luz de la misericordia divina. La confesión, por parte del penitente, exige la voluntad de abrir su corazón al ministro de Dios; y por parte del ministro, un juicio espiritual mediante el cual, como representante de Cristo y en virtud del poder de las llaves, pronuncia la sentencia de absolución o retención de los pecados (ibíd., II,6b).
Satisfacción
La verdadera conversión se realiza con la satisfacción de los pecados, el cambio de vida y la reparación de los daños. El objeto y cuantía de la satisfacción debe acomodarse a cada penitente, para que así cada uno repare el orden que destruyó y sea curado con una medicina opuesta a la enfermedad que le afligió. Conviene, pues, que la pena impuesta sea realmente remedio del pecado cometido y, de algún modo, renueve la vida. Así el penitente, "olvidándose de lo que queda atrás" (Flp 3,13), se injerta de nuevo en el misterio de la salvación y se encamina de nuevo hacia los bienes futuros (ibíd., II,6c).
Absolución
Al pecador que manifiesta su conversión al ministro de la Iglesia en la confesión sacramental, Dios le concede su perdón por medio del signo de la absolución y así el sacramento de la Penitencia alcanza su plenitud. En efecto, de acuerdo con el plan de Dios, según el cual la humanidad y la bondad del Salvador se han hecho visibles al hombre (cf. Tit 3,4-5), Dios quiere salvarnos y restaurar su alianza con nosotros por medio de signos visibles.
Así, por medio del sacramento de la Penitencia, el Padre acoge al hijo que retorna a él, Cristo toma sobre sus hombros a la oveja perdida y la conduce nuevamente al redil y el Espíritu Santo vuelve a santificar su templo o habita en él con mayor plenitud; todo ello se manifiesta al participar de nuevo, o con más fervor que antes, en la mesa del Señor, con lo cual estalla un gran gozo en el convite de la Iglesia de Dios por la vuelta del hijo desde lejanas tierras (cf. Lc 15,7.10.32) (ibíd.. II,6d).
La celebración de este sacramento es siempre una acción en la que la Iglesia proclama su fe, da gracias a Dios por la libertad con que Cristo nos liberó (cf. Gal 4,31) y ofrece su vida como sacrificio espiritual en alabanza de la gloria de Dios y sale al encuentro de Cristo que se acerca (ibíd., II,7).
Rito de la Reconciliación
(Sacerdote)
* En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén
* Dios, que ha iluminado nuestros corazones, te conceda un verdadero conocimiento de tus pecados y de su misericordia.
(Penitente)
* Amén.
(Si se considera oportuno, el sacerdote recita o lee algún texto de la Sagrada Escritura)
Escuchemos al Señor, que nos dice:
Les daré un corazón íntegro e infundiré en ellos un espíritu nuevo: les arrancaré el corazón de piedra y les daré un corazón de carne, para que sigan mis leyes y pongan por obra mis mandatos; serán mi pueblo y yo seré su Dios (Ez 11,19-20)
Imposición de manos y absolución.
Dios, Padre misericordioso, que reconcilió consigo al mundo por la muerte y la resurrección de su Hijo y derramó el Espíritu Santo para la remisión de los pecados, te conceda, por el ministerio de la Iglesia, el perdón y la paz.
Y YO TE ABSUELVO DE TUS PECADOS EN EL NOMBRE DEL PADRE, Y DEL HIJO, Y DEL ESPÍRITU SANTO.
Amén.
* (Sacerdote) Dad gracias al Señor, porque es bueno.
* (Penitente) Porque es eterna su misericordia.
* (Sacerdote) El Señor ha perdonado tus pecados. Vete en paz.